EL ESTADO BIZANTINO. Puede considerarse al Estado bizantino como
una tecnocracia, cuyo sistema de gobierno característico era el
«césaro-papismo», que afirmaba la supremacía del Emperador sobre la Iglesia y, según el cual,
el monarca (basileus) era el único representante de Dios en la Tierra. Tanto es así
que su mandato no expresaba la voluntad del Estado, sino la de Dios. La
diferencia con un Occidente, donde se produce la dualidad de poderes entre el
Emperador y el Papa, es evidente.
El
poder, si bien en un principio no era hereditario - pues no se podía
condicionar la voluntad divina a unas leyes sucesorias -, terminó por ser
monopolizado por una serie de dinastías que terminaron practicando el sistema
de la herencia (Isáurica, Macedónica, etc.).
Si en un principio, en tiempos de
Justiniano, predominó la idea de la «recuperatio imperii», con sus sucesores y
a la vista de los peligros exteriores, el Imperio Bizantino se replegó sobre sí
mismo y se helenizó rápidamente. Bizancio apartó la vista de Roma y se dedicó a
su reconstrucción interior. El escaso interés de Bizancio por Occidente hizo
que su vacío imperialista fuese rápidamente rellenado: la idea de Imperio en
Occidente volvió a renacer con Carlomagno. A partir de estos momentos (año 800)
había dos imperios cristianos herederos de Roma: el Papa y el Emperador de
Occidente y el Patriarca y el Emperador de Oriente. Eran dos mundos
contrapuestos que perseguían objetivos diferentes y antagónicos.
El
conflicto ideológico entre las dos Iglesias surgió pronto (Focio, año 858) y
había de consumarse en tiempos del patriarca Miguel Cerulario (año 1054), con
la escisión definitiva entre las dos Iglesias (católica-romana y
ortodoxa-bizantina). El motivo inicial del conflicto fue que Constantinopla, al
desaparecer el Imperio Romano de Occidente, pretendió ser la capital no sólo
temporal, sino también espiritual, negando este último derecho a la Iglesia Romana.
Fuente: Enciclopedia Temática Lafer